Elementos para la reflexión y discusión:
Reconozco que la noche en que partieron los cacerolazos cometí una ingenuidad: salir al patio de mi casa a escuchar si en El Castillo mis vecinos se unirían al reclamo popular por la educación. Fue penoso reconocer que, en lugar de golpes de cacerola, lo único que se oía era el cotidiano sonido del barrio: los cantos que escapan de las muchas iglesias pentecostales y, entre medio, uno que otro balazo perdido.
Benito Baranda, en el Clinic de la semana pasada, decía haber visto esa misma noche miles de personas por Av. Gabriela, manifestándose con cacerola en mano. Esa avenida es justamente una de las fronteras que delimitan El Castillo, gueto de La Pintana creado hace treinta años en base a múltiples erradicaciones.
A mi juicio, Av. Gabriela es también uno de los márgenes que definen hasta dónde llega “la historia”. Porque hoy día “la historia” está en la calle, reclamando un derecho que el Estado debe garantizar. Pero esas calles son otras calles. La historia se grita en otras plazas y sus protagonistas son otros estudiantes.
Los medios de comunicación transmiten la idea de que este hondo reclamo nos abarca a todos. Se tiende a generar la sensación de que “todos estamos movilizados”, “los jóvenes chilenos reclaman”, “la ciudadanía exige”… Da la impresión que los alumnos más pobres del país son los que estudian en los liceos municipales y ahora están movilizados, en tomas, en huelgas de hambre. Sin embargo, por dramático que parezca, existen otros jóvenes que ni siquiera tienen razones para indignarse y para quienes la Alameda está - geográfica y socioeconómicamente – demasiado lejos.
Existe algo más allá del amplísimo espectro de las clases medias movilizadas. Algo más allá del Chile emergente e indignado. Al otro lado de la frontera está esa masa silenciosa que no fue incluida en la fiesta de la prosperidad pos dictadura y que ahora tampoco es parte de la fiesta de las cacerolas. El contraste con el vecindario me dice que la versión de los medios no es del todo real. Por la tele veo la plaza de Ñuñoa repleta de cacerolas; salgo a la calle y en las plazas de Batallón Chacabuco el escenario es el mismo de siempre. Aquí “la historia” se mira por la pantalla.
Se da por sentado que la cobertura educacional es asunto resuelto en Chile. Según los analistas del fenómeno, ese podría ser uno de los factores que han gatillado el estallido: más jóvenes mejor preparados reclaman la oportunidad de acceder al trampolín que los catapulte a una mejor calidad de vida. Lamentablemente, la “cobertura estructural” (cantidad de matrículas y colegios) es diferente a la “cobertura vital”, esa que tiene que ver con la posibilidad de imaginar un proyecto de vida, con las motivaciones para educarse y – en este caso – para reclamar educación.
Muchas historias de niños, niñas y jóvenes que conozco están truncadas de futuro desde el inicio, no les alcanzan las razones para intentar ingresar o permanecer en el sistema. No hay mejor calidad de vida a la cual acceder; sus proyectos de vida no están cubiertos. Para alcanzar las metas que les están permitidas no hace falta transitar el camino de la educación. Ocupando una imagen vial: “si por más esfuerzo que haga nunca podré pagar los peajes de la carretera, simplemente avanzo por la caletera, hasta donde llegue”. Ocupando un lenguaje (supuestamente) del pasado: “los estudios (la universidad) son para los hijos de los patrones, no para nosotros”.
No he tenido que hacer ningún esfuerzo para encontrarme con adolescentes cuyo último año de escolaridad es primero o tercero básico. ¿Le importará al Cristian salir a marchar? ¿Le importará la universidad gratuita a los jóvenes de 18, 20 ó 21 años para quienes tener una pareja, un hijo y un trabajo ha sido su mejor logro? Hace muy poco se decían ¿para qué pensar en la universidad si es tan caro y mi familia nunca va a poder pagar? ¿Para qué si ninguno de mis vecinos, ni ningún pariente ha ido? Definitivamente, la cobertura no es tema resuelto, no mientras sigan existiendo jóvenes a quienes la sociedad les priva la posibilidad de proyectarse y, por tanto, de buscar en la educación un modo de lograrlo.
Para muchos en la población terminar cuarto medio corresponde a lo que en otros ambientes sería finalizar una carrera universitaria; tener un título técnico es un posgrado y la universidad un doctorado en Europa… No faltarán quienes digan que “con más esfuerzo personal es posible alcanzar grandes metas”. Y claro que también conozco casos heroicos de jóvenes que merecen toda mi admiración. Sin embargo, me pregunto ¿es justo que como requisito mínimo se les pidan esfuerzos que ni siquiera son capaces de cumplir otros jóvenes que partieron con mucha más ventaja?
Por supuesto que apoyo las movilizaciones por el derecho a la educación, pero no puedo desconocer que se trata de un asunto de quienes tienen la posibilidad de indignarse. Indignarse tiene que ver con dignidad y esa palabra sigue siendo un anhelo incumplido en no pocos lugares de este próspero país. En la marcha de los paraguas me habría gustado encontrar muchos adolescentes y jóvenes de El Castillo, indignados, reclamando una mejor educación, siendo parte de los grandes procesos, no teniendo que quedarse al margen de la historia como espectadores detrás de una pantalla.
Álvaro, hermano marista y vecino de La Pintana.
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